Un día me decidí a llamar a la casa del dibujante. El no estaba, andaba por Mendoza, su ciudad natal, pero me atendió su esposa, Marta Vicente (que además de pintora, es una extraordinaria ilustradora de libros para niños), y me explicó que había sacado unos diarios viejos a la calle y que seguro ese papel se había mezclado entre ellos.
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