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27.11.08




“Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres, pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias.”
Fue una tarde en que nevaba cuando leí esta frase que puso Cervantes en boca de Sancho.
Estaba en mi refugio de Vistalba ilustrando el Quijote.
Solo una rata, que sabiamente eludía mis trampas, me acompañaba.
Hacía mucho frío, se sentía el aire cordillerano, una buena excusa para mantenerse enclaustrado.
A veces Vero y Toti, una pareja de amigos, aparecían con una botella de malbec y charlábamos junto al fuego.
Mientras leía el Quijote, no podía dejar de pensar que había sido escrito en la celda de una prisión por un señor manco que tenía la misma edad que yo en ese momento.
Un texto que atravesó 400 años y aún respira.






-Porqué no llama a Don Hamelín-me sugirió una vecina y me pasó el celular anotado en un papelito.
Dos días después se detuvo una vieja estanciera, casi una reliquia, frente al portón de mi refugio.
Un hombre mayor, flaco y desgarbado, cuya cara, atravesada por un bigote finito, evocaba levemente una rata.
Al presentarnos me dijo un nombre polaco que inmediatamente se ubicó en esa zona de la memoria que se llama olvido.
-¿Cuantas son?-preguntó.
-Es una.
-Cobro 8 pesos por rata.-dijo taquigráfico mientras sacaba una flauta gastada y oscura de un bolsito.
Se sentó y comenzó a tocarla, sonaba como una bisagra mal aceitada.
Intenté concentrarme en mis dibujos pero la melodía me taladraba el alma.
Salí afuera y por más que me alejaba se oía el sonido agrio desde lejos.
Después de una hora volvió el silencio. Me acerqué.
Estaba atando una caja de zapatos con cinta autoadhesiva como a una momia.
-Era una.-dijo mirando la caja de donde salía un chillido enfurecido.
Durante varios días seguí escuchando la insoportable melodía en mi memoria.