Tenía que ilustrar unos poemas de Juan Gelman, y decidí
dibujar un bandoneón.
A través de un amigo alguien me prestó uno. No fue fácil
conseguirlo, había pocos me dijeron, porque no se fabricaban más y cuando una
orquesta viajaba a Japón llevaban algunos de más y allá los vendían a muy buen
precio.
Era un instrumento que tenía su historia. Quien me lo facilitó
era la viuda de un músico tanguero. Me aseguró que este instrumento tenía vida
propia, alguna vez, me dijo, al entrar al cuarto donde lo tengo guardado
irradiaba una luz, como si saliera de adentro.
Lo dejé en una mesa de mi estudio, cada vez que lo miraba
recordaba las palabras de la mujer.
Poco a poco lo fui dibujando, desentrañando la geometría que
ocultan sus líneas.
Una tarde intenté sacar algo, como alguna vez hice con un
violín o una guitarra. Pero era imposible, casi como si me hablaran en mandarín
básico.
Mientras tanto el dibujo comenzó a aparecer, recuerdo que lo
terminé una noche muy de madrugada, antes de irme a la cama, lo tomé y nuevamente
intenté sacarle unas notas, solo unos sonidos dislocados que me hicieron
dejarlo inmediatamente en la mesa.
Cuando apagué la luz,
lo observé no sin algo parecido al rencor, entonces, una luz submarina comenzó
a emanar desde su interior. Fue un instante.
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