Por estos días tórridos, mientras mis
amigos veranean en playas lejanas, escuchando bajo las palmeras el son de los
ukeleles, yo trabajo como la hormiga de Esopo. Mis manos modelan la arcilla,
esa materia que al amasarla sentís que dentro tuyo sigue vivo un niño. Pienso que
si todos amasaran arcilla con sus manos, las multinacionales de tranquilizantes
irían a la bancarrota.
Así va surgiendo este caballito bajo la
mirada atenta de mi petit fille Florencia, que me dá sabios consejos, me presta
herramientas, me asesora con presteza sobre el posterior horneado, hasta que me dice que le deje de hinchar los
ovarios.
Todos los hijos saben claramente donde está
el límite de ese extraño territorio que es la paternidad.
Todavía no tengo decidido en que pared irá este
relieve de terracota, acá en nuestra casa-taller de Vistalba, pero mientras
trabajo la imagino como un sobreviviente dentro de 1.225 años, cuando ninguno
de nosotros viva. Lamento decirles (si aún siguen leyendo) que la vida es
breve, si bien la muerte no existe, pero esto lo dejamos para otro día.
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