Era estudiante en Bellas Artes cuando oí hablar por primera
vez de Carlos Alonso.
Muchos de mis profesores habían sido sus compañeros de
estudio y rebosaban en anécdotas.
Por esos días hizo una expo en su Mendoza natal, mostró la
serie del Che. Fue un cros a la mandíbula en el decir de Roberto Arlt.
Seguramente fue mi
primera gran influencia en lo que a dibujar se refiere. Si bien yo dibujaba desde
antes de nacer.
Mi admiración por el troesma fue siempre alta. A veces
llegaba a odiarlo, como suele suceder con quienes admiramos en exceso.
Ya instalado en baires fuimos armando una amistad.
Entre mis mejores recuerdos con el troesma guardo una tarde
invernal en que me invitó a dibujar en su taller de la calle Esmeralda y
Paraguay.
Fue hace muchos años, yo era un joven imberbe que recién pasaba
los treinta y me sentía un jeronte, mi reloj biológico adelanta.
Esa tarde acompañados de una botella de ginebra a la que
consultábamos asiduamente, nos dibujamos durante varias horas hasta que llegó
la noche.
El maestro no me
mostró lo realizado, nunca supe la razón, eligió uno de los míos que le gustó y
después me invitó a comer en una fonda de la calle Córdoba.
Hoy rescato estos dibujos que, no podría decir si son buenos
o malos, son antes que nada un recuerdo y por eso los guardo.